viernes, 26 de octubre de 2007

Mostrando la hilacha

Automóviles y trajes de lujo, esos que provocan la sensatez de cualquiera, no son sinonimia de éxito. Concedámosle al compañero de Patricia Maldonado y José Miguel Viñuela que, ostentando aquellas mercancías, podrá caminar sin mirar al piso entre personas apellidadas con trabalenguas y de ascendencia genealógica mejor rankeda que la de un simple “Rodríguez”.

Julio César podrá haber alcanzado el status económico que siempre ambicionó, codeándose con miembros de la clase social a la que siempre aspiró y, tal vez para él, eso podrá significar un logro de vida. Bien por él.

Es innecesario escudriñar en sus antecedentes biográficos para comprender su vida. Sólo bastan un par de datos y, luego, encender la televisión. El provinciano que consigue encamarse con una García-Huidobro podrá ser el sueño de algún pibe. Pero terminar traqueteándose con una rucia, en el peor lugar creado por la posmodernidad, es el colmo. Se confirman nuestras palabras.


Las mujeres de esfuerzo, esas a quienes les escasea el dinero y el tiempo para amañar su belleza, esas que se enrumban por las calles de Lota -por cualquier ciudad de Chile- hacia sus lugares de trabajo, cabizbajas, cansadas, esas, no son del gusto de Julio César. Sus preferencias son otras, él gusta de las mujeres que siempre ha visto en televisión. Rubias, taradas, bronceadas, aburridas. ¿Quién da con el perfil? Una bailarina de la “noshe santiaguina”, como dirá una periodista que, por lo demás, también fue “amiga” de Julio César.

Con dinero se puede comprar cosas. Eso bien lo sabe nuestro amigo. Y lo disfruta. Pero, mejor aún, se puede comprar –o arrendar- personas. Eso lo disfruta mucho más.


¿Cómo habrá comenzado todo esto? Con sólo conjeturarlo nos ha dado urticaria. Esperamos, desde lo más profundo de nosotros, que no haya sido con un “oye, ¿por qué no me comprái una piscolita?”.



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